Dice el prestigioso compendio mataburros que Germanardo di Ser Piero da Vinci fue un arquitecto, escultor, pintor, inventor, músico, ingeniero y el hombre del Renacimiento sabalero por excelencia. Político de primera línea, está ampliamente considerado como uno de los grandes pintores de la realidad rojinegra de todos los tiempos y quizás la persona con más variados talentos en la historia de la humanidad. Poco se sabe de sus primeros años, sin embargo ha podido constatarse que nació un 29 de diciembre –fecha considerada como el día de una famosa pasta de origen italiano– y murió, según se dice, en brazos del rey afista, quien se lo llevó a su servicio como un trofeo y lo apoyó en sus incontables propósitos.Sus obras son ilustres por una serie de cualidades que han sido muy imitadas y discutidas ampliamente por aficionados y críticos: sus técnicas innovadoras, su detallado conocimiento en ciencias, su interés en arquitectura y especialmente la forma en que los humanos registran emoción violenta. Su gran aportación es el esfumado de verdes, artificio que consiste en prescindir de los contornos netos y precisos del cotizado papel y envolverlo todo en una especie de niebla imprecisa que difumina los perfiles y produce una impresión de inmersión total en la nada atmosférica. Como artista de éxito, obtuvo permiso para diseccionar ídolos humanos. También hizo certeras observaciones sobre diversos restos de fosiletitos.
Tuvo muchos amigos que fueron figuras destacadas en sus campos respectivos o por su influencia en la historia. Entre ellos Luigi Maquiavelo, con quien mantuvo una estrecha relación –se dijo que hasta llegaron a dormir juntos–, aunque más tarde, por problemas de cartel, terminaron distanciados. Posteriormente conoció al máximo ilusionista de la época, un personaje especializado en trucos humeantes que provocaban admiración entre los adeptos a los espectáculos circenses. Entre sus ideas inconclusas se destaca una impactante obra que formaba parte de un proyecto de construcción que jamás se realizó. El interés por Germanardo nunca ha decaído. En la actualidad, las multitudes aún siguen maravillándose de su sabiduría.
Sólo los grandes dirigentes hacen historia. Esos que trabajan con la firme decisión de dejar, tras su paso por posiciones de poder, un legado imperecedero para sucesivas generaciones. Después de muchos años, ese hombre llegó a 








El soberano camina sin ropas aunque la obsecuente corte se desviva por elogiarle los invisibles atavíos. Una fábula infantil con aguda metáfora destinada a la ignorancia colectiva. La parranda está llegando a su fin y todo buen parrandero sabe que la peor parte de la fiesta es la resaca. Ese insufrible malestar que queda después de nadar en placenteras y desbordantes aguas. Esa inevitable sensación de desconsuelo que dejan las omnipotentes burbujas al evaporarse bajo el influjo de las primeras luces del día. Cefaleas, embotamiento, temblores, nauseas, vómitos, sobrevienen luego de una noche desenfrenada. Cuando la cruda realidad se disfraza con fastuosos oropeles, el regocijo no dura más que una leve brisa en pleno estío.



Una derrota indiscutible y un final bochornoso. Es cierto, había mucho en juego y sin lugar a dudas, sobre el césped se dejaron jirones de vida, pero el rival fue superior y se llevó como premio lo que vino a buscar, mientras el sabalé quedó herido de muerte. Lo lamentable, más allá del resultado, es que ni los protagonistas ni los simpatizantes que colmaron el Brigadier se merecían semejante colofón. El topetazo del capitán al árbitro, el rostro desencajado del goleador histórico, quien insultó al hombre de negro durante los noventa minutos, y hasta el arquero, quien pareció separar para ser el primero en trompear al indefenso juez, dejaron grabada en las retinas de todos una imagen que no se condice con la presente campaña.


Cuando parecía que las ilusiones morían una tormentosa noche de miércoles, alguien se acordó que la contienda sólo se da por terminada cuando el árbitro sopla por última vez su nunca bien ponderado silbato. Hasta ese mismísimo instante, todo puede ser posible. Inclusive que, a los cuarenta y siete minutos del segundo tiempo, un zapatazo de tres cuarto de cancha resuelva un pleito con aroma a empate clavado. Una vez más, esa dichosa dinámica de lo impensado hizo su aparición en el momento justo, permitiendo que la desazón se trasformara en festejo interminable, y que un puñado de camisetas rojinegras, fundidas en un entrañable abrazo, dejaran sentado que en el fútbol los merecimientos no sirven ni de póstumo consuelo.

Temporada de vientos. Locura de cometas. Por su sencillez, es el juego que más inspira a la niñez empobrecida e iguala a la diversidad en competencia. Hasta los más pomposos pueden ser superados por uno humilde y artesanalmente armado, siempre y cuando el guía resulte diestro en el entretenido menester. Si la corriente impulsora es favorable y el guía astuto, el pintoresco objeto volador es capaz de alcanzar con facilidad las alturas, mantener por un determinado tiempo su estabilidad y hasta dibujar acrobáticas piruetas en el aire. La diversión se acaba cuando las ráfagas acusan cansancio y dejan de resoplar, provocando la caída en tirabuzón del intrépido planeador que se atrevió a acariciar las nubes y rasguñar el cielo.
El nuevo icono de la «farrándula futbolera» vertió esclarecedores conceptos en programejo de cable, respecto de sí mismo –especialmente de sí mismo– y de la actividad que lo eyectó a la fama, encaramándolo en los primeros planos de la consideración general. Aquí van algunas de sus más preclaras definiciones respecto de ese magnífico y abstracto mundo del que sólo saldrá cuando le llegue el turno de tocar el arpa.
En épocas no muy lejanas, el sabalé acostumbraba revivir muertos bajo su propio techo. Hoy, la atmósfera del 


Para el parodismo porteño 


Fueron los que impuso el local cuando se cansó de presenciar, cual testigo mudo pero privilegiado, una lección de fútbol bien jugado. Toque, pelota al ras del piso, caños, gambetas, chiches de variados colores y tamaños, menos el detalle que marca la diferencia: efectividad. Tal nimiedad corrió por cuenta y orden del anfitrión, a través de un delantero que le cobró una deuda a su pasado. ¿Qué el equipo jugó mal? Sí, horrible. ¿Qué parecían volver los fantasmas? Sí, todos juntos. Sin embargo, el sabalé demostró que el amor propio no es un aditamento insignificante a la hora de calificar como aspirante al título. Para volver a colarse en la lucha de los primeros había que ganar y se ganó. Sin lujos, sólo con contundencia.
