
Cada quien escucha lo que quiere escuchar, analiza lo que quiere analizar, cree lo que quiere creer, descarta lo que quiere descartar. Hay audiencias más propensas a deglutir el mensaje sin siquiera masticarlo; otras, las menos, directamente lo escupen al darse cuenta que las están subestimando sin el más mínimo prurito. No escapa al convencimiento de muchos que el excelentísimo primer mandatario tiene comprada la opinión del chupalerche primero, quien en su afanosa diversificación ocupa espacios gráficos, radiales y televisivos como vocero oficioso del nuevo mesías del fútbol argentino. Con seguridad no sólo corren sobres, también promesas de mayor acumulación de poder. Sin embargo, algo no funciona del todo bien.
Es fácil manipular a una masa ávida de resultados, adicta a la indigencia intelectual y sin interés por la reflexión profunda, aunque de un tema menor se trate. Pero tal gusto por el manejo de ciertos hilos en las sombras no da prestigio. Al contrario, tamaño compromiso suele dejar en evidencia la ineptitud a la hora de sostener cuestiones inverosímiles, porque hasta para eso hace falta inteligencia. Tirar información como si fuese de fuente propia –el viejo truco del amigo–, para luego quedar en evidencia gracias al discurso presidencial que repite idéntica data pero contada en primera persona, no sólo refleja el nivel de mentira impune con que se mueven ciertos personajes alquilados sino el parodismo nefasto que practican.
Por otro lado, también cuenta en la misma menesunda el grado de supina ignorancia que demuestran al querer defender lo indefendible. Que en el caso del ingrato juvenil que huyó con destino a tierras aztecas “la ley argentina, el derecho argentino, lo asiste a Colón”, es una barrabasada elevada a la enésima potencia. Mencionar como ministro de seguridad de la provincia al secretario de la cartera, sobrepasa cualquier límite. Esta clase de tipejos es la que mantiene informada a la parcialidad rojinegra del acontecer cotidiano de la centenaria entidad. Después se preguntan, por ejemplo, por qué la clasificación a la copa no parece dimensionarse en su justa medida. Para conocer ésta y otras respuestas sólo les bastaría con mirarse al espejo.
Cuando parecía que las ilusiones morían una tormentosa noche de miércoles, alguien se acordó que la contienda sólo se da por terminada cuando el árbitro sopla por última vez su nunca bien ponderado silbato. Hasta ese mismísimo instante, todo puede ser posible. Inclusive que, a los cuarenta y siete minutos del segundo tiempo, un zapatazo de tres cuarto de cancha resuelva un pleito con aroma a empate clavado. Una vez más, esa dichosa dinámica de lo impensado hizo su aparición en el momento justo, permitiendo que la desazón se trasformara en festejo interminable, y que un puñado de camisetas rojinegras, fundidas en un entrañable abrazo, dejaran sentado que en el fútbol los merecimientos no sirven ni de póstumo consuelo.



Temporada de vientos. Locura de cometas. Por su sencillez, es el juego que más inspira a la niñez empobrecida e iguala a la diversidad en competencia. Hasta los más pomposos pueden ser superados por uno humilde y artesanalmente armado, siempre y cuando el guía resulte diestro en el entretenido menester. Si la corriente impulsora es favorable y el guía astuto, el pintoresco objeto volador es capaz de alcanzar con facilidad las alturas, mantener por un determinado tiempo su estabilidad y hasta dibujar acrobáticas piruetas en el aire. La diversión se acaba cuando las ráfagas acusan cansancio y dejan de resoplar, provocando la caída en tirabuzón del intrépido planeador que se atrevió a acariciar las nubes y rasguñar el cielo.

El nuevo icono de la «farrándula futbolera» vertió esclarecedores conceptos en programejo de cable, respecto de sí mismo –especialmente de sí mismo– y de la actividad que lo eyectó a la fama, encaramándolo en los primeros planos de la consideración general. Aquí van algunas de sus más preclaras definiciones respecto de ese magnífico y abstracto mundo del que sólo saldrá cuando le llegue el turno de tocar el arpa.
En épocas no muy lejanas, el sabalé acostumbraba revivir muertos bajo su propio techo. Hoy, la atmósfera del 


Para el parodismo porteño 


Fueron los que impuso el local cuando se cansó de presenciar, cual testigo mudo pero privilegiado, una lección de fútbol bien jugado. Toque, pelota al ras del piso, caños, gambetas, chiches de variados colores y tamaños, menos el detalle que marca la diferencia: efectividad. Tal nimiedad corrió por cuenta y orden del anfitrión, a través de un delantero que le cobró una deuda a su pasado. ¿Qué el equipo jugó mal? Sí, horrible. ¿Qué parecían volver los fantasmas? Sí, todos juntos. Sin embargo, el sabalé demostró que el amor propio no es un aditamento insignificante a la hora de calificar como aspirante al título. Para volver a colarse en la lucha de los primeros había que ganar y se ganó. Sin lujos, sólo con contundencia.


