
Todas las cartas están echadas. Se acabó el tiempo de las excusas. Si con estos jugadores –pibes abstenerse– no sale campeón, el fin de la continuidad será un hecho y el resultado de las elecciones, incierto. Todos están jugados. La dirigencia, que apuesta a consolidar, y prolongar, su vínculo con la masa societaria obsequiándole el tan ansiado campeonato; el cuerpo técnico, que espera graduarse con honores y dar el gran salto; y los veteranos, que pretenden cerrar sus carreras con un título, y algo más, en los bolsillos. Mientras, la afición sueña con que algún día se le cumplan los deseos. Teniendo en cuenta el nivel de cháchara que se viene sosteniendo con insistencia, nadie aceptaría un segundo puesto como consuelo.
Habrá que ver, pues, sin margen de error, cómo manejan la presión los involucrados. Habrá que ver, cuánto demuestran quienes, en la previa, y al decir del excelentísimo señor presidente y de los lambiscones a sueldo que repiten como periquitos el discurso oficial, “se mueren de ganas por vestir la camiseta de Colón”. No sea cosa que, al final de la historia, terminen yéndose por la puerta de atrás, como tantos otros durante la insuperable gestión de la falsa pertenencia. Por lo pronto, la maquinaria expendedora de humo a granel ya marcha a todo vapor. Entre las obras –que avanzan a ritmo sostenido–, las incorporaciones –de indiscutida jerarquía– y la pretemporada –plagada de logros–, el “salto de calidad” llegó para quedarse.
Así las cosas, los próximos meses serán definitorios en varios sentidos. En particular, considerando la cantidad de billetes que se llevará puesta la carrera hacia el todo o nada. Uno de los técnicos más caros del fútbol argentino y un plantel con contratos siderales deben proponerse algo más que “pelear arriba” –tal y como aseguró el incomparable entrenador–; deben alzarse con los laureles, de una vez por todas, para justificar las toneladas de manteca que la dirigencia tiró, y sigue tirando, al techo sin un trofeo para mostrar. El camino contrario, el de un nuevo fracaso, llevaría indefectiblemente al desgaste. Y sabido es que el desgaste, no sólo corroe las mejores intenciones, también acaba con los “proyectos” que aparentan solidez.

Como la sangre que corre por las venas de quienes fueron fieles a un estilo. Como la que coloreó los rostros de quienes traicionaron una historia. La presea dorada se la llevó el equipo que mejor interpretó el fútbol que le gusta a todos. Aunque sin estridencias, sin goleadas aplastantes. Con lo justo. Inclusive con una derrota en el camino. Pero respetando el buen trato de pelota y con la mirada puesta en el arco contrario, sin descuidar el propio. Equilibradamente. Y cerrando el círculo, un tío serio sentado en el banco. Podría decirse que se hizo justicia, en una competencia donde las estridencias brillaron por su ausencia.
Y súbitamente atronó el silencio. Se ahogaron los cánticos, dejaron de flamear las banderas y la pirotecnia dispuesta quedó para una mejor ocasión. Frente al primer rival de fuste, no surtieron efecto ni los carteles motivadores colgados en el vestuario, ni los cuernitos de la primogénita apostada en la platea, ni las ocho invocaciones a la santa cruz antes del pitazo inicial, ni la cadenita en la mano durante la contienda, ni la presencia en el banco del defensor que fue ungido con los santos óleos gracias a un sueño premonitorio. Las cábalas se desvanecieron cuando un verdadero equipo se interpuso en el camino del triunfalismo, carente de real sustento, que emprendió el combinado nacional de la mano de un dios sin religión.