
El encuentro de anoche dividió las aguas. Finalizados los noventa minutos, una parte de la afición colonista le dedicó aplausos al equipo. O quizá, a la intención y al esfuerzo del conjunto. O tal vez, al técnico y a sus ganas de revertir la situación. O a lo mejor, a sí misma, por la voluntad de apoyo en estos momentos. Podría decirse, entonces, que muchos simpatizantes se retiraron confiados en una próxima mejoría por considerar que lo visto no fue tan desastroso como imaginaron en la previa. He aquí a los inefables optimistas.
Como no podría ser de otra manera, también quedó conformada la contracara. Los que perdieron la confianza –no la esperanza–, los que ya están al borde de la resignación. Esos aficionados que no apuestan un solo mango a favor de este plantel, ni siquiera teniendo en cuenta al entrenador de turno. Esos que vieron a un once rojinegro extraviado, representando el mismo insípido papel que tan bien ha sabido interpretar hasta ahora. Esos que haciendo gala de una gélida racionalidad se han dado cuenta de que ya no hay resto. Esos, los pesimistas.
Es cierto que Colón debió ganar; el empate, de local, en estas circunstancias ya no sirve. Pero los muchachos, individualmente, están secos; no tienen motivación, no tienen personalidad, no tienen capacidad futbolística, no tienen poder de recuperación. Los chispazos que se ven no bastan, ni para generar una realidad diferente ni para contagiar a los demás. Si es que todavía cabe el aliciente, habrá que esperar las fechas venideras y darle un crédito a este cuerpo técnico, porque para los optimistas todavía falta mucho. Para los otros, no.
APOSTILLAS



